Lee uno de los cuentos

miércoles, 21 de julio de 2010 — 11 comentario(s)


La madre coge al niño de la cuna y lo acuesta en una canastilla. A su lado, el padre deja de mesarse los cabellos y le acerca una manta de flecos. Los dos se quedan muy quietos mientras el bebé levanta los bracitos y hace pucheros. Todavía lleva el gorro de lana que le puso una enfermera en el hospital, de color azul, la única nota discordante en una habitación de tonos rosados y encajes de bolillos que ya comienza a oler a leche agria, polvos de talco y colonia Nenuco. Es una niña, les aseguró el ginecólogo. Siempre habían querido tener una niña. Y se apresuraron a comprar zarcillos diminutos, diademas y vestiditos con pololos. Luego pintaron las paredes del cuarto de un rosa muy claro y decoraron la cuna con volantes de organdí. Ahora no saben qué hacer con los baberos y las toallas en las que bordaron a punto de cruz el nombre de princesa troyana que habían elegido para su hija, ni con el tutú que iban a comprarle para su primera clase de ballet. El niño está a punto de echarse a llorar y la madre, sin pensárselo dos veces, acerca una mano para consolarlo. Pero el padre la detiene con una presión suave sobre su antebrazo. «No te encariñes con él», le reprocha. Y ella asiente porque sabe que su marido tiene razón. Ya en el coche, el padre vigila a su mujer por el espejo retrovisor. Está sentada en el asiento de atrás y con una mano agarra el borde de la canastilla, protegiéndola de los baches y las curvas de la carretera. A veces, el bebé emite gorjeos que hacen que la mujer se lleve la mano a la boca, como si contuviera un sollozo. Entonces, el padre endurece el rostro y aprieta con tanta fuerza la palanca de cambios que los nudillos se le vuelven blancos. Anoche tomaron una decisión. Sin embargo, a la luz de la mañana, todo parece más difícil. Se consuelan pensando en la niñita que deberían haber tenido, corriendo de una punta a otra del pasillo con sus zapatillas de bailarina. El padre aparca por fin cerca de una de las puertas traseras del hospital y los dos esperan unos minutos dentro del coche. Es el mismo hospital donde la madre dio a luz unos días antes. Es temprano, el sol despunta por encima de los tejados y hace brillar la ropa tendida en las azoteas. Y todo está en silencio. A lo lejos se oye únicamente el gemido hidráulico de un camión y, al fondo de la calle, un basurero, sin ganas, barre el bordillo de la acera con una hoja de palma. El padre deja escapar un suspiro largo. Es el momento. Recorre a pie los veinte metros que lo separan del hospital y deja la canastilla cerca de una puerta, bajo un alero, no vaya a ser que llueva.

Título: «El cuarto del bebé»

El texto de la contraportada

viernes, 16 de julio de 2010 — 0 comentario(s)
De esta escritora se ha valorado «la calidad y plasticidad de su prosa, así como la riqueza y capacidad de sugerencia de sus imágenes, puestas al servicio de una trama emotiva y bien construida». Partiendo de la extrañeza, los dieciséis cuentos que componen este libro están tejidos alrededor de personajes y situaciones insólitos en las que, sin embargo, no nos es difícil identificar las miserias cotidianas que tienen lugar de puertas adentro. Nos encontramos así con una mujer que toma el sol junto a su marido, transformado en una araña gigante; una Penélope cansada de esperar a su Ulises; un hombre que afirma ser inmortal; una Cenicienta a la que le aprietan los zapatos de cristal; o una anciana que vela su propio cadáver. Cada uno de estos relatos es una tela de araña en la que el lector se verá pronto atrapado.

La portada

Aquí está la portada del libro. Para verla más grande, solo tienes que hacer clic en la imagen.


Los cazadores de arañas

jueves, 15 de julio de 2010 — 0 comentario(s)




Los culpables de que este libro haya visto la luz son Ediciones Idea y, en particular, la editora Pilar Pomares, quien se arriesgó a publicarlo y puso todo su mimo en cada una de sus páginas. Textos Idea, la colección donde se publica La ecología de las arañas, es, en palabras de la propia editorial, una puerta abierta a los autores menos conocidos, un espacio para la expresión de los narradores noveles. Les estoy a ambos enormemente agradecida por abrirme esta puerta.

Tejiendo la telaraña




Los cuentos pueden medirse por los latidos de corazón del lector que los lee. No son muchos: mil, dos mil, quizás cinco mil latidos. Un número insignificante frente a los mil millones de latidos que pueden tener lugar durante la lectura de una novela. Leí una vez, en palabras de Andrés Neuman, que el cuentista actúa como un esprínter, mientras que el novelista lo hace como un corredor de fondo. Afirma Neuman que a este símil no le faltan razones, porque en un cuento suelen ser fundamentales una salida rápida, la capacidad de explosión, algún tipo de aceleración progresiva, una tensión sostenida, una técnica minuciosa que evite cualquier mal movimiento. Yo me siento cuentista. Como a un esprínter, la tensión me embarga antes de empezar a escribir un cuento. Soy como animal enjaulado que se mueve alrededor de un mismo punto, nervioso, con la mirada fija en los cien metros que tengo que recorrer. Luego apoyo los pies en los tacos y pongo las manos en el suelo. Y al sonido del disparo del juez de salida, me lanzo a la pista y corro con los ojos cerrados hacia la línea de meta. Sin apenas darme cuenta, mi carrera termina y sé que, a partir de ese momento, es el lector quien toma el relevo y continúa corriendo.

Entre el cuento más antiguo que forma parte de este libro y el más reciente han transcurrido exactamente dos años, dos meses y tres días. Entre ellos «pasó la vida», como diría una canción, por lo que es imposible hablar de un hilo conductor que los una. Pero estos dieciséis cuentos, desde el primero hasta el último, son un reflejo de mis obsesiones. No podría ser de otra manera. Al fin y al cabo, la escritura no es más que la repetición constante, como si de un mantra se tratara, de aquello que nos obsesiona. Y no son tantas las obsesiones que cargo a mi espalda: el miedo a la soledad, a la muerte, ese momento preciso en que, sin podérnoslo explicar, dejamos de amar a alguien. Si existe un hilo conductor, lo constituyen estas obsesiones, disfrazadas de hombre con tupé o de mujer con algas en el pelo.

Mil, dos mil, quizás cinco mil latidos.