La madre coge al niño de la cuna y lo acuesta en una canastilla. A su lado, el padre deja de mesarse los cabellos y le acerca una manta de flecos. Los dos se quedan muy quietos mientras el bebé levanta los bracitos y hace pucheros. Todavía lleva el gorro de lana que le puso una enfermera en el hospital, de color azul, la única nota discordante en una habitación de tonos rosados y encajes de bolillos que ya comienza a oler a leche agria, polvos de talco y colonia Nenuco. Es una niña, les aseguró el ginecólogo. Siempre habían querido tener una niña. Y se apresuraron a comprar zarcillos diminutos, diademas y vestiditos con pololos. Luego pintaron las paredes del cuarto de un rosa muy claro y decoraron la cuna con volantes de organdí. Ahora no saben qué hacer con los baberos y las toallas en las que bordaron a punto de cruz el nombre de princesa troyana que habían elegido para su hija, ni con el tutú que iban a comprarle para su primera clase de ballet. El niño está a punto de echarse a llorar y la madre, sin pensárselo dos veces, acerca una mano para consolarlo. Pero el padre la detiene con una presión suave sobre su antebrazo. «No te encariñes con él», le reprocha. Y ella asiente porque sabe que su marido tiene razón. Ya en el coche, el padre vigila a su mujer por el espejo retrovisor. Está sentada en el asiento de atrás y con una mano agarra el borde de la canastilla, protegiéndola de los baches y las curvas de la carretera. A veces, el bebé emite gorjeos que hacen que la mujer se lleve la mano a la boca, como si contuviera un sollozo. Entonces, el padre endurece el rostro y aprieta con tanta fuerza la palanca de cambios que los nudillos se le vuelven blancos. Anoche tomaron una decisión. Sin embargo, a la luz de la mañana, todo parece más difícil. Se consuelan pensando en la niñita que deberían haber tenido, corriendo de una punta a otra del pasillo con sus zapatillas de bailarina. El padre aparca por fin cerca de una de las puertas traseras del hospital y los dos esperan unos minutos dentro del coche. Es el mismo hospital donde la madre dio a luz unos días antes. Es temprano, el sol despunta por encima de los tejados y hace brillar la ropa tendida en las azoteas. Y todo está en silencio. A lo lejos se oye únicamente el gemido hidráulico de un camión y, al fondo de la calle, un basurero, sin ganas, barre el bordillo de la acera con una hoja de palma. El padre deja escapar un suspiro largo. Es el momento. Recorre a pie los veinte metros que lo separan del hospital y deja la canastilla cerca de una puerta, bajo un alero, no vaya a ser que llueva.
Título: «El cuarto del bebé»
Título: «El cuarto del bebé»