Tejiendo la telaraña

jueves, 15 de julio de 2010



Los cuentos pueden medirse por los latidos de corazón del lector que los lee. No son muchos: mil, dos mil, quizás cinco mil latidos. Un número insignificante frente a los mil millones de latidos que pueden tener lugar durante la lectura de una novela. Leí una vez, en palabras de Andrés Neuman, que el cuentista actúa como un esprínter, mientras que el novelista lo hace como un corredor de fondo. Afirma Neuman que a este símil no le faltan razones, porque en un cuento suelen ser fundamentales una salida rápida, la capacidad de explosión, algún tipo de aceleración progresiva, una tensión sostenida, una técnica minuciosa que evite cualquier mal movimiento. Yo me siento cuentista. Como a un esprínter, la tensión me embarga antes de empezar a escribir un cuento. Soy como animal enjaulado que se mueve alrededor de un mismo punto, nervioso, con la mirada fija en los cien metros que tengo que recorrer. Luego apoyo los pies en los tacos y pongo las manos en el suelo. Y al sonido del disparo del juez de salida, me lanzo a la pista y corro con los ojos cerrados hacia la línea de meta. Sin apenas darme cuenta, mi carrera termina y sé que, a partir de ese momento, es el lector quien toma el relevo y continúa corriendo.

Entre el cuento más antiguo que forma parte de este libro y el más reciente han transcurrido exactamente dos años, dos meses y tres días. Entre ellos «pasó la vida», como diría una canción, por lo que es imposible hablar de un hilo conductor que los una. Pero estos dieciséis cuentos, desde el primero hasta el último, son un reflejo de mis obsesiones. No podría ser de otra manera. Al fin y al cabo, la escritura no es más que la repetición constante, como si de un mantra se tratara, de aquello que nos obsesiona. Y no son tantas las obsesiones que cargo a mi espalda: el miedo a la soledad, a la muerte, ese momento preciso en que, sin podérnoslo explicar, dejamos de amar a alguien. Si existe un hilo conductor, lo constituyen estas obsesiones, disfrazadas de hombre con tupé o de mujer con algas en el pelo.

Mil, dos mil, quizás cinco mil latidos.

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