Elsa López, sobre las arañas

jueves, 5 de mayo de 2011
¿Cuál es la razón fundamental para afirmar rotundamente que una novela, un cuento o un poema sean buenos? La respuesta es clara: que al lector le produzca una reacción determinada acompañada del sabor agridulce que deja esa lectura; que durante o al final de esa narración, de ese relato o de ese poema, el lector se encuentre a sí mismo emocionado, turbado, gozoso, alarmado, inquieto, alegre o triste. Exponer esas consecuencias como resultado de una lectura, sentir que el pecho se hace un nudo o se agrieta por alguna parte, esa es la única respuesta a una entrega literaria. Al menos, esa es la mía. Leticia Martín Hernández nos hace sentir eso y más.

¡Cuánta dificultad encierra poder expresar en pocas líneas las venturas y desventuras de los seres humanos, sus deseos, sus miserias y sus insatisfacciones, sus necesidades o sus más íntimos pensamientos! Leticia tiene un extraño don: ponerse en la piel de los otros para describir los deseos más oscuros que ese otro tiene y cómo esos deseos pueden llegar a transformarnos en animales repugnantes o en seres de ficción, en personajes extraídos de nuestros cuentos infantiles o en personajes cotidianos sacados de la realidad más inmediata. En palabras de la propia Leticia «el proceso creativo comienza con un clic en mi cabeza que genera una imagen o una pequeña escena. A algunas de estas primeras imágenes mentales registradas con letra apretada en una libreta, le siguen otras. Y cuando tengo varias imágenes o varias escenas, me siento frente al ordenador y comienzo a escribir». Esas imágenes que, según ella, «no se resisten al olvido», son el germen donde crecen y se multiplican las historias que escribe.

Los dieciséis cuentos que componen La ecología de las arañas narran historias extrañas, misteriosas, fuera de lo común. Por ellas desfilan seres y momentos que nos van enganchando de manera progresiva y a través de los cuales el lector va descubriendo obsesiones y miserias que nos acompañan a diario pero de las que no somos conscientes. La autora refleja algunas de esas obsesiones que, por cotidianas, acaban siendo invisibles, pero que no dejamos de arrastrar con nosotros mismos. Selecciona algunas de esas obsesiones y nos habla de cómo son, cómo aparecen y de cómo hace para encubrirlas y convertirlas en un relato; de cómo es para ella, por ejemplo, «el miedo a la soledad y a la muerte o el ansia por entender el porqué de ese momento preciso en que, sin podérnoslo explicar del todo, dejamos de amar a alguien», y de cómo al escribir «lo que hago es simplemente disfrazar mis obsesiones, ya sea de hombre con tupé o de mujer con algas en el pelo, porque en caso contrario no me atrevería a dejarlas salir tal cual, desnudas, ante la vista de todos».

Una a una, esas obsesiones van apareciendo, van dejándose ver en las páginas del libro. Y el lector va encontrando lo que necesita para reconocer en ellas lo que busca. ¡Cuánta ternura en El otro Elvis, esa historia de ficción sobre la ficción misma! ¡Qué hermoso relato sobre la impotencia de un ser humano para poder amar y cómo esa impotencia lo conduce a la representación de distintas identidades en las que verse reflejado y, en definitiva, fracasado! O ese Querido Ulises respirando amor por los cuatro costados con unos personajes misteriosos que nos parecen cercanos y luego se nos vuelven extraños a causa del abatimiento. O El barbero y Clark Gable en un juego especial de miradas que se proyectan de unos sobre otros dejando un rastro de tristeza detrás de cada una de ellas como un raro perfume que se filtra por las puertas del bar, de la calle y la barbería donde la historia transcurre. O esa terrible historia de celos y amores perdidos en La casa de muñecas, una historia sobrecogedora en la que su protagonista crece y crece al tiempo que crecen sus celos y sus dudas para acabar convertida en un monstruo gigantesco que acaba destruyendo la casa que habita y espiando al marido y a su amante por las ventanas de una casa de muñecas desde la que contempla horrorizada a los dos amantes. O en Esquelas, donde unas pinceladas bastan para hacerse el lector una idea de cómo son los personajes, de qué huyen, a qué aspiran. Así, la camarera de ese tanatorio que, al igual que le ocurría a la camarera de «El barbero y Clark Gable», está en pie gracias a los sueños de los que se alimenta y cómo el vivir de ellos la conducen a tener una visión de la realidad completamente distorsionada; a vivirla de una manera diferente transformando el mundo que la rodea en otra clase de mundo. Esa mirada sobre la realidad hará que las dos se precipiten al vacío absoluto; la una en el vacío interior, en el caso de «El barbero y Clark Gable»; la otra, en «Esquelas», en el vacío real. Las dos por igual en la autodestrucción y la muerte.

Nacer con un reloj en el pecho puede ser una imagen poética desusada, una metáfora ingeniosa de cómo representarnos el corazón especial de un niño. Corazones de pájaro, de ángeles de bronce, de muñecas de porcelana… «Materiales distintos y delicados como el de las muñecas de porcelana» son las maneras que usa Leticia para describirnos en El reloj de cuco el latido diferente de los corazones infantiles tan poco escuchados, tan mal observados, tan poco cuidados por los adultos que debemos aprender a ponerlos en marcha cada día, cada hora, sin permitir que se estropeen o se paren para siempre. De este mismo ritmo, especial y sensible, está confeccionado Los zapatos de cristal. Los pies le sangran a la Cenicienta porque los zapatos le hacen llagas. Porque no hay finales felices en los cuentos de Leticia, solo un raro sabor a tristeza larga, contenida, como de amarga decepción, como de desvelamiento prematuro de los misterios de la infancia.

No importan las páginas que duren estas narraciones, la intensidad que Leticia Martín le da a cada una de ellas es de tal envergadura que nos recorren el cuerpo descargas de emociones dispares; emociones que nos dejan paralizados por el horror o la angustia como ese cuento de solo dos páginas donde uno se encuentra, de golpe, frente a unos padres que hacen en El cuarto del bebé lo que el lector nunca hubiera querido llegar a contemplar ni a saber.

Una tras otra se van sucediendo las historias y ante nosotros van apareciendo sus protagonistas: seres extraordinarios desvaídos en una extraña penumbra de miedos y recelos; seres vulgares que nos atraen o nos repelen por igual convertidos en raras especies de animales repulsivos; mujeres que toman el sol mientras su marido se va transformado en una araña gigante; una Penélope cansada de esperar a Ulises; un hombre que afirma ser inmortal; mujeres con algas misteriosas y oscuras en el pelo; mujeres tristes, desoladoras, amargas; putas abandonadas por hombres sin personalidad definida; camareras solitarias subyugadas por el tipejo de turno; cenicientas a las que les hace daño el zapatito de cristal; naturalezas robadas o muertas que deambulan por las habitaciones de su propia casa contemplando su propio cadáver, etc.

Y así una larga lista de nombres y cuerpos que hacen algo más que vivir determinadas historias. Lo que Leticia Martín Hernández nos obliga a ver en su Ecología de las arañas es un largo desfile de seres que simbolizan algo más que la tristeza, el miedo y la desolación. Arrojarse desde lo alto de un tanatorio y creer que puedes volar; dejar de esperar a Ulises o, sencillamente, desprenderte de las algas pestilentes y volver a oler a flores y dejar que alguien vuelva a besarte en la nuca, son, gracias a su imaginación y su pericia como escritora, algo más que representaciones pictóricas de las distintas versiones de humanos que conocemos: son metáforas de una oportunidad de trascendencia, de un querer reivindicar otra cosa distinta a la que somos o a la que nos parecemos. El reconocimiento explícito de la existencia de otros mundos donde aún es posible volver a soñar.

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